El agua tiene valor por la diversidad de beneficios que se derivan de su uso y consumo en distintas actividades domésticas, agrícolas e industriales y por los importantes servicios vinculados a los ecosistemas. La competencia entre estos distintos usos está afectando su disponibilidad, por lo que es necesario idear estrategias que promuevan la optimización de su asignación entre las distintas actividades, enmarcadas un contexto, cada vez más severo, de escasez.
Artículo escrito por: María Laura Piñeiros
UICN – Proyecto BRIDGE
En diciembre del año pasado, el mundo se sorprendió cuando la Bolsa de Valores de Wall Street, por primera vez, cotizó opciones de agua como materia prima, otorgando un precio referencial para este recurso en el mercado Futures. Se levantaron voces a favor y contra de los mercados de agua, que existen desde hace muchos años en varios países. Se recordó vehementemente que este elemento es indispensable para la vida, tanto de los seres humanos como de los ecosistemas, y que, además, está consagrado como un derecho humano fundamental. Se retomó la discusión acerca de cómo priorizar los usos que se hacen del agua y en cuál de ellos se obtiene mayor beneficio. En fin, el mundo se enfrentó, una vez más, al agua como un recurso escaso y bajo mayor presión y, por ende, a la necesidad de su valoración.
El agua dulce disponible es escaza, menos del 0.3% del agua del planeta. Y no está distribuida de la misma forma en todos los ecosistemas: por eso en la región conviven el desierto más árido del mundo (Atacama, en Chile) con la selva híper-húmeda del Amazonas. Tampoco está disponible todo el tiempo: tenemos estaciones de lluvia y de secano. Además, los efectos del cambio climático también afectan la disponibilidad de agua de distintas formas: en los Andes tenemos ejemplos alarmantes del retroceso de glaciares que son el origen de muchos ríos mientras que en otros biomas vemos cómo se acentúan los periodos de sequía y desertificación de los suelos. Esto, aunado a malas prácticas como el sobreconsumo, irrigación extensiva o falta de tratamiento y reúso de aguas residuales, hace que la disponibilidad del agua sea aún menor. Si le agregamos la contaminación de las fuentes, el panorama parece devastador porque todos, humanos y ecosistemas, necesitamos agua para sobrevivir.
El agua como un recurso que genera valor
El agua es considerada como un recurso porque se utiliza o consume en distintas actividades que ofrecen diferentes beneficios a los seres humanos. Consumimos agua potable y la utilizamos en higiene y saneamiento en nuestros hogares. Usamos agua para producir nuestros alimentos u otros bienes como textiles. El agua es también un medio de producción, ya sea un insumo directo o como parte de la cadena de distribución y almacenamiento; o para la generación de hidroelectricidad[1]. El agua también ofrece servicios, a través de usos que no la agotan, como navegar a través de los ríos o realizar deportes acuáticos para recreación y turismo. El agua, las fuentes y los cuerpos de agua también representan inspiración y belleza estética y pueden ser considerados sagrados en algunas culturas.
La regulación del ciclo del agua también nos aporta beneficios –y para mantenerlo es necesario conservar los ecosistemas relacionados al agua – como la regulación de sequías o inundaciones. También, mantener la conectividad entre ríos y llanuras de inundación que se recargan de sedimentos y nutrientes para sostener cultivos y a otros ecosistemas como los manglares que son, a su vez, fuente de medios de vida. Mantener hábitat de peces, que a su vez son la principal fuente de proteína para muchas personas. Además, que un buen manejo del agua de riego evita la erosión, salinización y desertificación de los suelos agrarios. Asimismo, mantener la recarga de acuíferos o un caudal ecológico y flujo de base en los cauces, es fuente de agua para los usos directos mencionados arriba.
En verdad, los aportes del agua al bienestar de los seres humanos y la resiliencia de los ecosistemas son innumerables. La complejidad radica en que todos estos usos del agua compiten entre sí y el recurso es limitado. Además, dado que no consideramos el potencial valor del agua entre todos sus usos, existe mucha ineficiencia y desperdicio del recurso en los procesos productivos en donde se emplea. El reto es compatibilizar distintas actividades (y eficiencias); de forma tal que se entregue la mayor cantidad de beneficios del uso del agua al mayor número de personas (a todas, si consideramos agua segura para consumo humano) y que, al mismo tiempo, se mantenga la integridad de los ecosistemas que aseguran su permanencia en cantidad y calidad para el presente y el futuro. Esta no es una tarea sencilla y es aquí cuando comenzamos a reconocer el valor relativo del agua.
La gobernanza del agua para generar valor
Si el agua es un recurso, cuando se asigna su uso a una determinada actividad, es porque se estima que ahí generará mayor valor. Sin embargo, queda por determinar: ¿cómo generar los mejores beneficios mediante la distribución del agua entre distintos usos? ¿cuáles son los criterios con los que se realiza esta distribución? ¿Cuánta agua asignarle a cada uso? ¿Cómo realizar esta asignación? ¿Cómo premiar la eficiencia en los procesos donde se asigna? ¿Cómo gestionarla de forma sostenible?
En la práctica, cada país o región tiene sus propios sistemas de gobernanza. En el mejor de los casos, se realizan modelos y balances hidrológicos para conocer la cantidad de agua disponible y, ahora más que nunca, para predecir su variabilidad en el futuro, considerando distintos escenarios de cambio climático. En la mayoría de cuencas, estos modelos no existen o son insuficientes; y es aún menos lo que conocemos acerca del agua contenida en los acuíferos (para más información sobre la gestión sostenible de agua subterránea, consulta nuestra nueva publicación SPRING). Es paradójico tener tan poca información de un recurso que es tan vital, lo que nos hace tomar decisiones inadecuadas sobre su planificación y gobernanza.
Luego, se asignan usuarios. En la mayoría de países, el agua es un bien nacional de dominio público y el Estado se entrega “autorizaciones” o “concesiones” de uso: un caudal determinado, durante un tiempo limitado, para un uso específico. Cuando estas concesiones terminan, se inicia un nuevo proceso de asignación por parte de un ente regulador que responde a unos criterios establecidos en la legislación. En otros países, el Estado otorga “derechos de agua” que son equivalentes a títulos de propiedad sobre un caudal determinado, sin necesariamente vincularlo a un uso y que pueden ser a perpetuidad, que se pueden tranzar en el mercado como si el agua fuera un bien privado. En esta lógica, el mercado es quien optimiza la asignación del agua.
Existen interesantes discusiones acerca de estos dos modelos de gestión. En todos los casos, con mayor o menor intensidad, se presentan problemas de sobrexplotación del recurso, inequidad en el acceso, falta de transparencia en los procesos administrativos para la asignación, fallas de mercado, inexistencia de caudales ecológicos, privilegio de la noción de valor económico sobre el valor social o ambiental del uso del agua. En fin, una suerte de tragedia de los comunes[2].
Sin embargo, existe otra perspectiva de gobernanza que es considerar al agua como un bien común cuya mejor forma de gestión está a cargo de los propios implicados[3]. Es decir que, a través de un diálogo participativo y un proceso de negociación con reglas transparentes para todos; son los propios usuarios del agua dentro de una cuenca hidrográfica quienes acuerdan el mejor escenario de desarrollo para su territorio. Son ellos quienes pueden asignar los beneficios y los costos del uso del agua en un enfoque cooperativo.
En este caso volvemos a hablar de los beneficios que se derivan del uso del agua, no de la cantidad de agua en sí. Entonces, una ciudad podría obtener un mayor caudal o mejor calidad de agua para potabilizar y consumir, a cambio de compensar al sector agrícola en la parte alta de la cuenca con mejores sistemas de riego. Asimismo, los usuarios pueden hacer cálculos y estimaciones del uso del agua en sus procesos, para encontrar opciones de eficiencia y ahorro[4] que liberen agua para otros usos. Es decir, asignar los usos del agua según su valor relativo para la sociedad y buscar formas de compensar, no necesariamente con caudales, a los usuarios en donde no se estima que el agua genera el mismo valor. Asimismo, cuando las condiciones de la cuenca se modifiquen (por ejemplo, debido al cambio climático o al ingreso de nuevos actores con distintos intereses), los usuarios del agua pueden volver a dialogar y negociar acerca de cuál es el nuevo escenario de desarrollo deseado.
Este modelo de gestión plantea otros retos: instituciones capaces de integrar efectivamente la participación de los usuarios del agua en múltiples niveles de decisión; organismos rectores de cuencas hidrográficas con competencias, recursos y capacidades para planificar y gestionar los territorios hacia estas aspiraciones colectivas, mecanismos de compensación robustos, mayor y mejor información disponible para la toma de decisiones, entre otros. Pero sobretodo, cambiar el lente del agua como un recurso en competencia a un recurso compartido en donde los usuarios tienen un rol protagónico en la gestión.
La UICN lleva más de 20 años trabajando en herramientas y enfoques que permitan construir este nuevo modelo de gobernanza del agua. Su más reciente publicación “Compartiendo los beneficios del manejo de cuencas hidrográficas” (disponible en inglés en este enlace) recoge la experiencia del proyecto BRIDGE, que trabaja en cuencas hidrográficas transfronterizas. Le invitamos a conocer estas nuevas perspectivas para gestión del agua.
[1] Conocida como “agua virtual”.
[2] Una situación en la cual varios individuos, motivados por su interés personal, terminan agotar un recurso compartido, aunque esto disminuya su propio bienestar, individual y colectivo, en el largo plazo (Hardin, 1968).
[3] Ostrom, 1995
[4] Huella Hídrica
Fuente: UICN – Proyecto Bridge
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